Después de más de una semana de hostilidades entre Israel e Irán, Estados Unidos decidió intervenir de manera directa en el conflicto. En la noche del sábado 21 de junio, el presidente Donald Trump anunció oficialmente que fuerzas estadounidenses atacaron tres instalaciones nucleares estratégicas de Irán: Natanz, Isfahán y Fordo, esta última considerada de alto riesgo por el Organismo Internacional de Energía Atómica (OIEA). El ataque representa un giro decisivo en una guerra que, desde su inicio el 13 de junio con la “Operación León Creciente”, no ha dejado de escalar.
La ofensiva israelí original apuntó a centros militares y nucleares iraníes tras la expiración del ultimátum de 60 días dado por Washington a Teherán para renegociar el acuerdo nuclear. En respuesta, Irán lanzó oleadas de misiles que impactaron ciudades israelíes como Tel Aviv y Jerusalén, desafiando los sistemas defensivos como la Cúpula de Hierro. Las primeras declaraciones de Trump respaldaron a Israel, pero sin confirmar una participación militar directa, algo que cambió radicalmente nueve días después.
Durante esa semana, los ataques cruzados no cesaron. Israel intensificó su ofensiva contra infraestructuras iraníes, mientras que Irán respondió con drones y misiles, incluso hipersónicos, y aumentó su retórica contra Washington. Trump, por su parte, alimentó la tensión con declaraciones ambiguas, alternando amenazas abiertas con insinuaciones sobre posibles negociaciones, hasta que finalmente ordenó el uso de bombarderos B-2 equipados con armamento capaz de perforar instalaciones subterráneas.
Con este bombardeo, Estados Unidos deja de ser un actor pasivo y se convierte en parte activa de una guerra con implicaciones regionales e internacionales. Mientras tanto, Irán promete represalias y deja en claro que no se rendirá ante amenazas externas. La comunidad internacional observa con creciente preocupación el rumbo que tomará este conflicto que, en menos de diez días, ha alcanzado niveles de gravedad sin precedentes.